Comenzó
a llover y desde el aire creció un olor infinito a liana verde, jugosa,
encrespada por el acto posesivo de su solo verdor envolvente en la trabazón del
tiempo como una rosca húmeda, y fue cuando él dio un paso hacia ese barrial
blando de frescura que se entregaba al peso de su pie sin resistencia y lo
dejaba hundirse pegajosamente acogedor, haciéndole morder con desprejuicio ese
sabor a liana, enroscada en el impudor de su musculatura y en su animal, ese
que respiraba su propia tensión en la frescura como si la tensión fuera una
liana y la lluvia se volviera verde y flexible al derramarle encima aquel sabor
espeso de aguacero fulgente como un arco de rayos y suicidios mientras él abría
los brazos como un crucificado por estrellas y la balacera del agua le domaba
los labios y las manos, los párpados y los hombros con un golpeteo de pájaros
que caen fulminados por cristales grises, por lanzas sin poder, con puntas que
se han redondeado de tanto matar sueños y nombres, sueños y nombres, pensó
mientras la lluvia le pulía los dientes y las uñas y le debilitaba la sonrisa como
si le fuera apagando la sed inagotable de llevarse los muertos en la alforja
que no olvida el olvido.
Estuvo
un largo rato en la intemperie que olía al mundo tenebroso de todos esos verdes
regresando con un tesón absurdo de esperanza y se dejó estar con el cuerpo
desnudo y cruzado de lluvias y relámpagos, aferrado con los pies a ese barro
descalzo y a los caminos de agua que inventaban lagunas diminutas en la greda para
que abrevaran los recurrentes cadáveres que no saben jamás quedarse atrás y
olvidarse de sus propias muertes y estuvo ahí, sereno y macerado con la
inocencia de un ido que fuera abandonado a la suerte del viento bajo el agua,
hasta que ella se levantó también desnuda como él pero igual a una serpiente
láctea y encendió un candil junto a la puerta y se quedó mirándolo volverse
diáfano en aquella humedad intempestiva tal como el amor lo volvía diáfano en
los momentos de la oscuridad. Él dijo llueve y ella dijo sí. Él se quedó
callado y ella dijo ven y unos segundos después repitió ven y dijo anda ven,
una tercera vez. Entonces él se quitó las lianas de aguas y relámpagos que
tenía adheridas en los músculos invisibles del recuerdo y se deshizo del sabor
del verde y de la cárcel blanda del barro empalagoso y regresó a la galería
donde había hamamelis y cactáceas y estaba encendido el farol igual que ella
estaba encendida como una brújula blanca que esperaba en el norte el inmutable
ejercicio de ser hembra.
La
lluvia cayó toda la noche y no cedió frente al amanecer.
(De: Caída de las patrias)