¿Dónde
estaba yo el día en que el diluvio te desvistió los ojos y se ahogó entero todo
el cielo en mis noches de viejas diplomacias?
Siempre
me pregunto algunas cosas de las que no pretendo la respuesta, pero me las
pregunto por las dudas me anime a contestarlas algún día.
A
veces escribo largas frases, sueltas y barrocas, para sacarme cosas del adentro
y compruebo que mi interior debe padecer de horror vacui. Quiero llenar de
asuntos sus estantes y capturar el mar que encalla en la restinga, cuando caigo
hacia mí y en mí me hundo.
Ya
dentro, no concibo ninguna forma de nadar.
—Vamos
a la biblioteca. Sí, no pongas esa cara. Tienen una buena biblioteca acá.
León
Aryiasz cierra la tapa de su notebook y recoge las llaves de la camioneta con
un gesto parco, al que el muchacho que camina detrás de él, obedece.
—Cuando
tengas que solucionar una controversia, a los libros, pichón. No hay mejor aliado
que los libros para discutir con fundamento. Además, la literatura no es una
ciencia exacta. Basta ver lo que hicieron los de la RAE con los acentos.
Setentamil años diciendo que era de una manera la cosa y de un día para otro,
borraron con el codo lo que generaciones y generaciones tuvimos que aprender
usando la mano. Debería hacerles un juicio por la cantidad de aplazos que me
ligué por culpa de los putos acentos que ahora ellos sacaron de circulación,
así que yo los pongo igual, como una cuestión de honor, como el de sólo (de solamente).
El
muchacho que camina detrás de Aryiasz sonríe.
—Y
si no estás seguro de algo no te dejes llevar por el fervor. Siempre se gana
por el conocimiento, nunca por la vehemencia con que uno defienda el error,
excepto, por supuesto, que tengas a un necio delante. Pero si no tenés un
necio, dos minutos de reflexión son siempre más útiles que dos de pasión.
Aryiasz
insiste mientras enciende el aire acondicionado en el interior recalentado de
la camioneta, que pese a estar estacionada debajo de la fuerza sombría de los
árboles, desprende un vaho febriciento que los ahoga momentáneamente.
El
chico duda sobre la biblioteca de la que Aryiasz le habla pero se deja conducir
por él.
Al
llegar, la denominación parece petulante frente al edificio estrecho y descuidado.
Es
una tarde húmeda y sin lustre que dentro de la biblioteca se transforma en
polvorienta y humeante, porque sobre las cosas se esparce una especie de resina
fugaz, un aroma de viejos pegamentos que atan hojas que se desmenuzan. Ese olor
a papel desmenuzado por años de profundo manoseo o de abandono inútil, viaja
por la penumbra, como un animal de cuero macilento que busca un lugar donde morir.
El
bibliotecario es a su vez el dueño de los libros. Se donó al pueblo, con ese
mundo que coleccionó desde la infancia y que también le alcanzó la Conabip [1] en
aquellas entregas en las que se acordó de él.
El
muchacho lo observa levantar los ojos desde los ejemplares que acomoda y sonreírle
a Aryiasz, mientras estira una mano oscura y voluntariosa que estrecha la de su
visitante con efusión de boa.
—Decime
que tenés muchas gramáticas.
Aryiasz
decide sobre lo que el muchacho y él van a buscar en ese cuarto oscuro y
milagroso.
Aryiasz
aclara que «No es para mí, es para el Condorito» y el bibliotecario extiende
otra vez su mano oscura y aprieta con pasión la del muchacho que viene con
Aryiasz.
El
muchacho observa el gesto de su Líder y ve la devoción interminable.
Ese
hombre difícil, destemplado, oscuro de porqués, ha entrado a un templo. Así su
gesto. Así su reverencia ante las estanterías cargadas de ejemplares vetustos y
polvosos, frente a los que solo le falta arrodillarse igual que frente a Dios,
piensa el muchacho.
El
bibliotecario le pregunta a Aryiasz si se va a llevar los libros o desocupa una
mesa de estudios.
—No.
Me quedo —responde el Líder y oye al bibliotecario que dice: «hago los mates».
—Agarrate
ese Sánchez Márquez y aquel otro, que es de Gili y Gaya, porque con la Academia
ya metiste la pata, así que vamos a tener que refutar desde otras perspectivas
gramáticas. Y mirá aquel, el rojito ese, ese es un Bello y Cuervo. Traelo,
porque ¿sabés qué? la gramática es como la historia. Tiene sus propios porqués
eslabonados a través del tiempo.
El
muchacho obedece. Escucha y obedece con un suave candor de bestia joven que
acepta los mandatos del que manda.
Aryiasz
elige varios libros más y ocupan la mesa de estudio, como en la antigüedad de
aprender con muchos textos de papel.
—Buscá…
tiempos verbales —indica.
—Al
final no me dijo si usted piensa que yo tengo razón —dice el muchacho y se
aboca al pedido que ha hecho Aryiasz.
El
hombre no contesta inmediatamente. Parece fascinado por el olor que tiñe las
Gramáticas. Navega en un Nirvana personal, en un Nirvana propio, metafísico,
como si la biblioteca con su impronta de tinta y de papel, fuera para él un
fumadero de opio, capaz de transportarlo a mundos a los que solamente puede
acceder de esa manera.
—Cuando
terminemos con la información, vos solo te vas a contestar esa pregunta —dice
Aryiasz por fin, como a través de una fisura en su éxtasis y le guiña un ojo al
bibliotecario que ha empezado a cebar.