—Existen
dos formas primarias de construir una narración. Hay más, por supuesto, muchas
más, pero las dos más básicas, digamos, desde el punto de vista del escritor, son
la intelectual y la emocional. Cuando un escritor encara la intelectual crea
una ficción documental, que puede ser como el escritor quiera: filosófica,
literaria, histórica, periodística… Ya me entendés. Es una ficción
investigativa, que requiere de un conocimiento profundo sobre aquello de lo que
se hablará, aunque sea novelada. Si no, es una chapucería. La ficción emocional
es la narración simple, de historias comunes que no precisan años de
bibliotecas y documentos sino de conocimiento humano, comportamiento humano, aplicado
a historias humanas de todos los días. Por supuesto que estas segundas pueden
tener un marco real, dentro de una época determinada. Pero no son históricas.
Están “en contexto”… A veces se puede contar la historia sin hacer Historia.
Antes se decía que una de las premisas básicas de una novela es que tuviera un
marco histórico que discurriera a través de un tiempo determinado. Eso ya no es
una premisa de la novela. Hubo un antes y un después de Joyce.
El
muchacho escucha avariciosamente al hombre que le habla mientras comparten un
trago en la penumbrosa mezcolanza de la barra.
Los
sábados hay más tiempo. En la noche de esa ciudadela promiscua, salen en grupos,
como a un recreo y se desparraman por la espalda sucia de un mundo donde hay
trampas.
La
ciudadela es un nodo infértil para el bien. Todas las líneas de la oscuridad
cruzan por ella hacia todos los puntos de la tierra. Todo lo traficable se
trafica; todo lo negociable se negocia; todo lo maligno se pergeña. De eso y
con todo eso, vive esa ciudadela. Todo lo conseguible se consigue por treinta
denarios.
—Si
no existiera este lugar, estaría muerto —dice el hombre maduro que conversa con
el muchacho mientras beben y miran por momentos a la bailarina que se
contorsiona aferrada al caño en el que frota secuencialmente su vulva cubierta
por un triángulo microscópico y fosforescente—. Acá me consiguieron mis
compañeros el riñón. Acá, acá no… en la ciudad, quiero decir.
—Sí.
Lo entendí.
El
muchacho no lo tutea ni en la intimidad. No puede, no le sale. El hombre
tampoco se lo pide ni se lo pidió antes, cuando se conocieron en un ámbito
fuera del laboral. Parece que ese formato de relación protocolar los ayudara a relacionarse
mejor que si desplegaran una confianza para lo que no están preparados.
—Este
trabajo es un poco como escribir.
El
muchacho solamente escucha. Por un momento, sus ojos se desvían hacia la
cantante de voz gravitatoria, afelpada, bruñida con cierta afonía sensual, que
ahora ocupa el pequeño escenario sobre el que se desparrama una luz alilada.
Los
ojos del hombre siguen la mirada del muchacho y piensa en la sensibilidad que
se percibe cuando aparecen esas pequeñas manifestaciones de la emoción,
involuntarias, autonómicas, puras.
—Uno
es como es y aunque desempeñes un papel, siempre será un papel que te
represente en esos espacios pequeños de vos mismo que no podés manejar —dice el
hombre, mientras el borde de la copa alcanza sus labios—. En este laburo,
solamente ocupás papeles que puedas desempeñar sin ninguna dificultad porque es
importante permanecer y no que te descubran a la segunda hora de infiltrado. Lo
otro es como te decía de las novelas mal documentadas. Son una chapucería. O
sea, podés agregar datos, pero no podés falsear los básicos, porque son los que
constituyen el fundamento. Hablando de la Revolución de Mayo, podés decir que
French tenía puesto un calzoncillo rojo que le zurció la negra Emerenciana y
que Beruti se torció el pie por el apuro que llevaba, pero no podés decir que
la revuelta fue el 12 de agosto ¿entendés?
El
muchacho dice que sí. La música lo distrae.
—Te
digo esto porque a pesar de lo que hagamos, somos lo que somos. Podemos sentir
en nuestro corazón el golpe de una buena música, la mirada de un niño, la
atracción de una mujer, la necesidad de recoger un perro atropellado, de ayudar
a un ciego a cruzar la calle. Dominar esa parte se hace complejo, así que mejor
es siempre dejarla ser. El escritor también es un artista y el arte,
cualquiera, es una forma diferente de ver y procesar la realidad. Pero en este
trabajo, no podés dejar que eso te influya. Si tenés que pegar, tenés que pegar
y si tenés que matar, tenés que matar. He visto a tipos de una ferocidad
descomunal en ejercicio de su profesión, llorar como huérfanos cuando se murió
su loro, por ejemplo.
—El
sargento Roig me contó lo de su perro —murmura el muchacho, infidente a
conciencia.
—Habla
mucho Roig. Yo te explico esto a vos, que es menos teórico de lo que le
expliqué al grupo, porque sé que vas a tener conflictos emocionales como yo… y
me interesa que aprendas a escribir mejor que… tu padre. Leí que querías
escribir como él. Yo pretendo que lo hagas mejor, pero como estás en la mitad
del río entre su ribera y la mía… y yo conozco los dos lados del puente… lo que
te quiero decir es que cuando te dan un don, porque escribir es un don, te dan
algo inmanejable o mejor dicho, que te termina por manejar a vos… lo mismo que
esta profesión que también te termina por manejar lo que sos y lo que no sos y
todo, así que en el fondo son cosas complementarias. Todo lo que no puedas
manejar lo escribís ¿Por qué te pensás que casi todos nosotros terminamos
siendo escritores o periodistas cuando nos retiramos?
(De: Porque lleva mi nombre)