Las noches de este
lugar están formadas por infinitas plumas negras que ese húmedo viento costero
agita como un enorme abanico en el silencio.
Boca arriba en la
atmósfera que brilla con mínimos latidos luminosos, sobre la cama fresca, pienso
en todas las veces que morí. Las recuerdo como gajos de una fruta cítrica que
mis labios degustan. La vida es una perfumada fruta cítrica que mi boca acaba
lentamente.
Antes, la muerte
era un hecho fortuito que inexorablemente sucedía sin que uno pudiera
resistirse. De ahí lo de fortuito. Impredecible el cuándo, impredecible el
cómo, predecible, sí, el porqué, porque -mucho más allá de que todos los
hombres hay un día en que mueren-, hay hombres que van hacia la muerte siempre,
como yo. Ella decide cuándo es que uno llega hasta su tumba.
Nunca me importó
demasiado el hecho de morir. Resucitaba victorioso y victorioso me reincorporaba a
las batallas como si jamás me hubiese apartado de ellas.
Quizás esas muertes
tan breves no me permitían un análisis exhaustivo de la vida y sólo me quedaba
echando un pulso con la desventura, rebelde como soy a hincar en tierra la
rodilla y aceptar cualquier tipo de fracaso. Lucho a muerte con todos los
fracasos y no he aprendido a darme por vencido “ni aún vencido”, por citar a
Almafuerte, cuyos Sonetos Medicinales fueron un oportuno himno que cantar en mi infancia y en mi
vida.
La noche trae
pájaros de aroma que me rozan los músculos con nidos de aire y agua.
Lo que me ha
enseñado esta última muerte en la que estuve esos tres meses muerto, es a alejarme
de la lucha mezquina, del mundo en que el rencor se suda porque sí, porque no
se le busca una salida que construya mejor el corazón. Alejarme de los que
profesan obsesiones dañinas y viven, enfermos, para ellas. Alejarme de los que
menosprecian a los indefendibles y de los que destilan a diario una
insatisfacción que nunca acaba, habiendo tanto alrededor con qué satisfacer el
mínimo goce de una felicidad que se construye toda de cosas mínimas.
Yo he aprendido a
habitar la adversidad y a no elegir, de todos los papeles que ella me propuso,
el papel mediocre de la víctima. He habitado siempre en la adversidad, pero soy
su habitante, no su víctima y en la adversidad he construido infinitas veces la
alegría, incluso desde el llanto y también desde el enorme desgarro de la furia.
Como dije en alguna
otra ocasión, este luchador que hay en mí y que no ceja en el mundo de sus
causas, ahora, como un feroz espíritu oriental, ha aprendido la piedad
contemplativa.
Esta última muerte,
tan larga, tan oscura y a su vez tan amplia e iluminadora, ha moldeado o
templado ciertas zonas hirsutas de mi espíritu y ha remediado en mí los rangos
de importancia, y la hermosa estructura de la vida: lo precioso pequeño con lo
que alimentamos cada paso y nos nutre de calma.
Desnudo, intacto,
con el mapa del cuerpo validado a tragedias, exploro con indecencia e inocencia
el desconocido mapa de mi corazón.
La noche es una
esencia que respira encima de mi viaje y navega en mis ríos la pulsación natural de
un regocijo que nace de saberse.
El buen amor ha
escrito su milagro. He sabido leerlo y traducirlo al idioma de todos mis
demonios que ahora viajan conmigo, cantando y agradeciendo, como si fueran
nuevamente el niño que decidió enfrentar la adversidad y aún sonreir.