Conservo
aún esos hábitos sencillos, esos hábitos mínimos que la vida ha dejado a mi
cargo. Representan un pequeño tesoro que los años acumulan en los rincones de
mi espíritu como en los rincones secretos de la casa se acumulan pequeños montículos
de polvo y de pelusa.
Entre mis
hábitos de solo, existe el mar. Yo no soy sin el mar. Sin ese mar que llega
como antaño con su rumor nocturno y se establece en todos mis espacios. Lo acojo
como una insoslayable necesidad de mí. Ese mar que aparece en el reflujo húmedo
del viento, trae mi sed con él. Mi sed de mí trae ese mar con él.
Si
necesito pensar, me voy al mar. Me quedo allí, enfrentándolo desde la playa
abierta hacia el enorme azul.
Bajo
desde mi amurallado mundo de medina y llego como un pacífico animal que trota
en busca de los restos de su estirpe. Cruzo los recovecos del viejo laberinto y
salgo al mar que espera y avasalla como un pulmón de fiera, las costas de este
pequeño cosmos en el que estoy como si repentinamente fuera un personaje que ha
saltado de un cuento hacia otro cuento.
A veces, por
el camino, me porto como todos. Me detengo en un bar, entre otros hombres que
siempre están allí y bebo un té con menta, observando la vida que transcurre
tan por fuera de mí. Transcurre, como en otra película en la que yo no estoy.
Me
disgrego por dentro de mí mismo. Soy casi un holograma que aparece y que
desaparece de los mundos ajenos. Sólo hago lo que debo hacer. Sólo cumplo lo
que debo cumplir. Luego me voy, como de todas partes. Me transformo, acaso, en
un rastro de espuma momentáneo que el mismo mar se roba de la playa, una vez y
otra vez. Un confuso hábito de agua, en el que todas las gotas se parecen y son
el mismo mar.
El mismo
mar.
No le
explico a mi hija lo que hago. Hago las cosas solo, porque así deben hacerse
ciertas cosas. No calmo su ansiedad con explicaciones que no vienen al caso. A
lo sumo le digo: “Estoy aquí ¿no? Por algo vine.”
Ella
supone que puede ya cuidarse sola en este mundo hecho con ciclones. Yo sé que
no. Hace falta haber fabricado infinidad de trampas para entender los secretos mecanismos
de la trampa. Haberlas fabricado y haber caído y escapado de las que fabricaron
los demás. Ella no lo ha hecho. Quizás no lo haga nunca, porque se nace para
ser cruel y no es su caso.
Mi hija
me reprocha mi actitud reservada.
—Parece
que estuvieras solo, que los demás no existiéramos. —me dice.
Yo no le
otorgo el derecho a saber cómo me muevo. Mi hija sólo sabe que me muevo secando
los pantanos que querían quedarse con su sombra y su piel.
Quizás,
yo sea solamente un animal de barro pero prefiero imaginarme un animal de agua.
Cuando
necesito regresar a mí, me siento frente al mar y el mar me limpia, como a un astillado
mascarón de proa, abandonado luego de un naufragio en una playa llena de turistas.
Estoy ahí, pero nadie me ve. Como siempre, nadie me ve.
(De: Hijos de tierras áridas)