No quiero que mi herencia sea
este inquebrantable nomadismo. Este nomadismo del aquí para allí, como si
tuviera que personificar el tiempo hebreo una y otra vez, la muestra para la
que basta el botón y arrastrar a lo mío a los cuarenta años de todo el
desarraigo, hollando las partes de la vida donde nadie estará para recibirnos y
sí para expulsarnos hacia otros desiertos, más conspicuos.
Hay que empezar de nuevo una
vez más.
Quizás soy yo el que no toma
buenas decisiones y siempre debe rectificar sobre la marcha. Rectificar sobre
la marcha para honrar el paso caminante que me acompaña fiel y fiel me sigue
sin hacer cuestiones, como si mis desaciertos tuvieran también el mismo valor
que mis aciertos y no me equivocara, realmente.
Desde que Amadî vive conmigo,
hemos cambiado cinco veces de casa y siempre veo en sus ojos ese asombro múltiple
y extraño y esa adaptación dimensional al mundo sobre el que sus pies pisan,
cuando lo bajo al suelo desde mis brazos.
En mucho se parece a mí. Nuestra
casa es siempre el suelo que nos queda en un instante cualquiera de la vida,
debajo de los pies. Vivimos ese aquí hoy. Lo que pisamos en ese aquí hoy es
nuestro lugar en el mundo.
Niño y perro se apoderan del
parque como un niño y un perro se apoderan de un parque. Corretean y juegan, midiendo
esa nueva y verde enormidad que pueblan completa en un instante.
La casa es fresca, callada y
amplia. Todavía vacía, parece una gran caja donde aún no ha llegado la música y
el silencio es el único sonido que deambula por sus ambientes claros y espaciosos.
La luz del exterior talla las sombras y las craquela para que liberen un aroma a
maderas limpias y novedad de estreno.
Esta casa es un reino que los
pasos conquistan o que se rinde, sin hacer escándalo, a esta invasión que no
tiene palabras y está basada entera en las miradas que dejamos caer por los rincones.
—Is so beautiful… so, so beautiful… —se emociona Ganî.
La miro mientras camina
absorta, como una niña retratada en la página brillante de un cuento de
princesas.
Pienso que yo no quiero entregar
a mi gente al nomadismo del que estoy poseído desde siempre. No quiero caminar
cuarenta años más por el desierto de mi propia vida sin que ellos puedan conseguir
un oasis en que fructificar.
Es mi destino pero no el de
ellos porque ellos son seres con raíz, saben de dónde vienen porque tienen
historia, inclusive Amadî. Yo soy un árbol torpe y al revés, con las ramas a
tierra y la raíz al cielo. Y ellos son mis pájaros. Los pájaros de un árbol que
tiene sus raíces en el aire. Sus alas me sujetan a la vida.
Ahora, Amadî es un vendaval
de brisas verdes que desborda la casa mientras corre.
Los ladridos del perro forman
túneles en el silencio hospitalario y claro, que el eco multiplica en ambas
plantas, estoicas y vacantes.
Amadí nos llama desde el piso
superior. Su voz nos urge igual que su manito, como si hubiera encontrado un
duende que quiere presentarnos.
Subimos la ancha escalera con
Ganî.
Mi hijo ha encontrado un pájaro
pequeño y lo sostiene, ofrecido en el nido moreno de sus palmas, a la inquietud
paternal de nuestros ojos.
Ganî ríe. Amadî ríe. El pájaro
está allí, acurrucado en ese espacio cálido, como si en ese lugar que
representan las manos de mi hijo, su fragilidad no sintiera temor.
—Quedémonos aquí, Ariê…
Please, here… Please. —dice Ganî.
Con la mudanza mi suegra trae
un gallo.
Dice ella que si el gallo
canta en esta casa nueva, será de buen augurio.
Ojalá cante, porque ya estoy
cansado de caminarme todos los desiertos buscando un lugar donde acampar y llevando a mi espalda los oasis.
Quiero plantar un olivo cada
vez que esté triste, tal como me enseñó mi abuelo que se debe hacer si uno desea recuperar la felicidad.