(De las cartas cerradas y otras incoherencias- segundo tomo)
No soy de
aquellos que salvan la ternura pero sí soy de aquellos que tienen estrecha relación
con lo imposible. Esos que nadie entiende, porque corren a salvar las papas que
otros dejan quemar o que no saben cómo evitar quemar cuando cocinan cocidos
para huérfanos.
Eso hace
que uno marche solo y que la soledad se multiplique. Escribe porque la soledad le
agarrota los tientos de sus mejores barcas antes de los naufragios. Cuelga, entonces,
sus barcas de la luna que le tatúa los ojos y la piel con noches y con gatos y
se entrega a una estrella polar que se le apaga.
Busca un
idioma que le hable en su idioma.
Busca a alguien
que hable su lengua desde un faro, enclavado en las tierras que vuelan y se van
del marco natural de sus raíces. Como esas tierras, uno es su propia diáspora y
anda buscando a los que conocen los viejos designios de su lengua, sólo para no
convencerse que ya no quedan otros o que la lengua es una lengua muerta.
Incendia
lo imposible en que todo es posible y se deja quemar por ese extraño fuego de
color azul como un sollozo que nunca se solloza. Sólo quema el interior del
pecho y también, ese extraño interior de la caricia, donde caben las aves que
no migran y los lobos y a veces los caballos que galopan sobre toda la sal del
universo.
La traición
es un ente comedido que siempre llega pronto. Los que hablamos este idioma lo
sabemos, porque somos eternos traicionados y aún así, sembramos en el valle los
pétalos que quedan de las rosas, como una prueba de esa eternidad.
Nunca es
suficiente conocer las palabras. Hay que hablarse con ellas en el idioma de la
desesperanza para volver a entender de la esperanza y para reconocer el amor en
el espejo que, con las lágrimas, nos hace señas .