El del otro costado
Alguna que otra vez te escribí cartas. No sé
por qué lo hice. Te escribí, simplemente, desde el viejo lugar de las
historias.
Los dos tenemos tragedia en las historias. Nacimos
en lo trágico y a lo trágico quedamos condenados, con la labilidad que le impone
al corazón nacer en la carencia.
A nuestro modo, ambos salimos a pelear con el futuro.
Era nuestra única forma de matar el presente.
Imaginábamos, ridículos, peces de colores y
espacios donde hacernos espacio y no estorbar. Estar ahí, echados en lo blando
de un día donde todo fuera bueno y nos quedara cerca.
Vos sabías llorar. Yo no podía. Sin embargo, me
viste llorar alguna vez y yo te vi llorar demasiadas. Alguna de esas demasiadas
veces, también lloramos juntos.
Vos eras para mí esa parte amorfa que representa
la vulnerabilidad y que se acomoda como puede (casi sin saber cómo hacerlo) a toda
rigurosa destemplanza.
Yo era lo que no cabe, lo que no tiene esa
capacidad dúctil de caber, de adaptarse, de ceder y revenirse. Yo era también rigor
e intemperancia. La solidez sin cumbre, atada a tierra. La piedra subterránea.
En aquellos tiempos de compartir pan y dolor, te
me aferrabas con miedo diminuto. Eras la mata que tiene su hondura en el peñasco.
Los dos, desde ese espacio de sujeción austera, inventábamos pájaros con que
otro se volaba.
Me hiciste renegar de tantas formas que terminaste
ganando por cansancio y ya no renegué.
Yo te hice renegar de otras mil formas que
siempre perdonaste con un abrazo viejo, conocido, un abrazo famélico que
siempre olía a vos y se quedaba en mí, como una marca.
Me dijiste “te quiero” muchas veces en que no
te escuché o me reí o sencillamente te ignoré. Yo soy el duro de los dos, ahora
que somos dos. Yo sigo siendo siempre el mismo duro.
Pero ¿sabés qué? Llegó mi turno. Estamos viejos,
seguimos honrando aquel costado que se deshabitó de nuestro espacio y nos quedamos
así, solos y pobres y siempre malheridos como la primera vez en que mi ira chocó
contra esa lánguida tristeza de tus ojos y te pregunté ¿qué me mirás? ¿nunca
viste un judío?
La vida no fue pródiga en puentes que tender
entre nosotros pero quizás los pocos que fabricamos con nuestras propias manos,
no tuvieron el mantenimiento merecido.
Voy a clavar de nuevo madera por madera para
que los crucemos cada vez que queramos.
Empiezo por decirte que yo también te quiero.
De verdad, es verdad que te quiero.
(De: Hijos de tierras áridas)