A veces lo veía contorsionarse, girando los
brazos en posiciones imposibles que intentaban alcanzar también un punto
imposible. Entonces, como si no supiera ya a qué se debía aquella rara danza,
preguntaba un ¿qué te pasa? y él dejaba de retorcerse para mirarme y sonreír.
—Rascame.
Lo decía de una manera infantil, inocente,
amatoria.
“Rascame”.
Yo cedía, como si él fuera uno de esos gatos espesos
y sobones o uno de esos ansiosos perros dulces que tienen ojos de mirar
despacio.
Nunca tuve uñas físicas que pudieran rascar.
Cuando conseguí dejar de comérmelas empecé a cortármelas de tal manera que
siguen pareciendo uñas comidas. Las mías, las de verdad, son de otro tipo.
“Rascame, dale”.
Entonces, él descubría su espalda de frontón,
su ancha espalda morena, rústica, como una pared de color madera mate, opípara
y titánica y se quedaba así, esperando que yo dejara lo que estaba haciendo
para aliviar eso que a él lo tenía incómodo.
Yo demoraba adrede. Demoraba como el amo del
perro que está ahí, con ojos de perro que está ahí mirando a un amo duro mientras
reclama en silencio una caricia. Demoraba, preso en el ejercicio de la
contradicción.
Después cedía. Lentamente cedía. Paso a paso cedía.
Abandonaba cualquier cosa que estuviera haciendo y lo miraba primero, allí expectante,
gatunoy perruno a la misma vez, como molesto y tenaz en su exigencia.
—¿Dónde te pica?
Ya había apoyado mi mano sobre esa superficie
calurosa y tensa que era su piel, cuando le preguntaba eso, como una convención
ya establecida por pactos preexistentes.
La percepción siempre era similar. La piel
ardía debajo de mis dedos con una intensidad que traspasaba las yemas y se
instalaba trepando por mis manos lo mismo que un sonido hecho con algadaras y capaz
de derribar con su pedrada al corazón, a través de la sangre.
—Ahí —decía él— en la cicatriz del ala.
Era un punto en su espalda maratónica. Un hito
ahí, perdido entre la cordillera central de su columna y la meseta ancha de su
omóplato izquierdo. Un punto que nunca se aliviaba y renacía casi diariamente, hecho
un recordatorio insoslayable.
“La cicatriz del ala” le llamaba mi hermano y
sostenía que no se le había amputado bien su condición. Por eso, aquella marca
de su origen, clamaba como un muñón irreparable.
Yo pasaba las yemas de mis dedos por sobre
aquella zona tormentosa. Él sonreía diciendo “me hacés bien”. Y agregaba: “Vos
no sabés lo molesto que es. No tenés alas”.
Yo nunca tuve alas, es verdad. Nunca tuve alas
físicas como también carezco de uñas físicas, pero eso jamás me ha impedido ni
rascar ni volar.
(De: Hijos de tierras áridas)