“Este trabajo tiene un
solo y fundamental artilugio al que se acoplan luego los demás. Un eje como un
tallo del que se desprenderá el resto del bagaje. El artilugio es sumamente
simple y por eso los escritores somos magníficos para ejercer solvencia en este
tipo de encomiendas.
Ya lo demostraron unos
cuantos que hicieron esto mismo antes que yo y luego proyectaron en sus libros lo
vivido. Sus biógrafos son quienes han descubierto qué hacían en realidad, qué
cosa había detrás de lo que se contaba y que no pertenecía al abstracto plano
de la imaginación. Esos personajes quedaban adheridos a la fenomenología de la
profesión y luego, en el papel, eran, por fin, lo que siempre habían sido:
personajes”.
—Aquí dale la razón a
Pessoa, Aivan —acota Benedict porque mis razones no le sirven demasiado y
siempre le gustan las ajenas.
“Lo que más me
divierte es cuando alguien comienza a analizar al personaje que uno ha decidido
ejercer y no advierte que ese sesudo estudio psicológico que intenta plasmar
como si estuviera directamente conectado con el Oráculo de Delfos, es solamente
una construcción a la que lo redirige “otra” construcción.
Esas aseveraciones me provocan
risa porque es como si alguien escribiera dogmas de fe sobre algo que en
realidad no existe mas que en la construcción del hoy y aquí para ese que tengo
enfrente.
Para permear hay que
saber construir el rol que permeará. Adivinar las debilidades del contrario y
ofrecerles el abono que creará la comunión entre el ente real y el ente que fabricamos
como señuelo para ese ente real.
Los escritores somos
buenos porque nuestro fuerte radica en que la ficción se haga real y por lo
tanto, construimos una realidad absolutamente ficcionada que echamos sobre la
mesa para alimento de nuestros objetivos.
Cuando el que tenemos
frente a nosotros como “objetivo” comienza con el ensayo de acople psicológico
(porque tú eres así y asá; deberías pensar tal cosa; te pareces a mí en aquello
y en esto; le tienes miedo a tal cuestión de tu interior; porque… los que son
como nosotros, como tú y como yo) y algunas otras aseveraciones de rango y
tenor similar, sucede que hemos llegado a la meta. Hemos construido esa ficción
minuciosa que ahora el otro devora y expone como “la desnuda verdad de lo que
somos” mientras se arroga conocernos casi más de lo que nosotros mismo podríamos
hacerlo nunca.
En esa posición,
nuestro objetivo (aquí debería ya llamarle “presa”) se siente en la privilegiada
posición de vidente supremo, capaz de aconsejarnos y explicarnos qué hacer con
nuestra miserable y amarga vida humana; cómo lidiar con nuestros agujeros
emocionales llenos de carencias y terrores que no aceptamos combatir; cómo
abrir las compuertas de nuestra represiva condición de desconsuelo para dejar
fluir nuestra saneada esencia que la aflicción ha enturbiado.
Tan abocado está a
pensar que nos ha llevado a su huerto, que esa arbitral ceguera le impide
vislumbrar en nuestros ojos al monstruo verdadero, ese que con paciencia de profesional
hemos confeccionado para un juego en el que nuestro objetivo ha caído (preso) y del que se siente el mejor jugador porque…
eso es lo que nosotros, logramos que creyera”.
Giro los ojos y
Benedict apenas si sonríe. Sé que hay cosas que hubiera querido —con toda su
pasión— escribir él.
—Hay mucha gente dando
vueltas e inventando cuentitos sobre ti —dice, porque él sí conoce el destello
detrás de los ojos del monstruo.
—No. La gente
solamente repite el cuento que sobre ti, yo he inventado para ellos.—corrijo.
(De: Las relaciones insolentes y otras amabilidades - Sensación de Moebius)