La cama es angosta y huele a no sé qué, un tufo pringoso y perfumado que se nos adhiere conforme el vaivén lo desprende de sus sujeciones y en esa libertad viaja, movible, hacia el olfato.
La cama, angosta y tufosa, chirría con espasmos, hipa de manera deprimente, como un bicho decrépito que a sacudidas se desarticula y mientras lo hace intenta con extrañas contorsiones acomodar sus partes más ruinosas.
Pienso en ajustar la cama estrecha que cesa de gemir en cuanto me tumbo de espaldas. Pienso en ajustar los bulones que unen las partes de madera que hacen ñec y pienso también que los orificios deben estar agrandados o flojas las tuercas y si es así tendré que ir a comprar algo para suplir esa sonora deficiencia y también un destornillador y alguna pinza. No he visto herramientas en el territorio de David.
Seguramente le haré una lista a Said y que él se encargue de traerme las cosas para ajustar definitivamente esta orquesta de cacofonías que es la cama de…
Giro los ojos y choco con los ojos de la mujer que está a mi lado, mirando mi perfil. Trato de recordar su nombre si es que me lo dijo en el trayecto que recorrimos para acabar aquí. Pero parece no estar en mi memoria y ni siquiera tengo la sensación de un nombre en mí que le pertenezca a la mujer de sonrisa tranquila y cabello amarillo arenoso.
Ella me observa con curiosidad. Está de bruces y con el torso un poco levantado porque sustenta su cuerpo en los antebrazos y los codos, hundidos en su espacio de colchón mojado. El cabello cae sobre un solo hombro. Recuerdo que ella lo llevaba sujeto y yo no lo liberé, contrariando mi gusto por el cabello suelto de mujer.
Quiere hablar, pero yo soy un silencio que anda.
Le deben haber explicado que debe hacerme hablar. Para eso está aquí. Para eso sucedió la planeada causalidad de encontrarnos casualmente, como en un mal guión de una película de enredos tan mediocre como previsible.
Pero yo solamente hablo cuando quiero y para decir solamente lo que quiero.
Entiendo, por sus gestos, que esa parte no se la explicaron porque ellos siempre creen que saben mucho más de lo que saben y que entienden cosas de las que en realidad no entienden nada. Por eso ella está aquí y ha sometido su cuerpo a tener sexo con el mío aunque es joven y tentadora y sin duda podría aspirar a alguien mucho más apetecible que mi vieja contextura de gárgola fósil.
Me los imagino, como antes a la pinza y al destornillador, explicándole a esta rubia novata lo que tiene que hacer en función del deber patriótico, porque ellos (como nosotros) lo conciben todo desde esa perspectiva de heroica inverosimilitud.
Ellos se han buscado minuciosamente todos sus enemigos. A nosotros, los enemigos, nos crecen en las macetas, así que ni siquiera tenemos que buscarlos. Ya están incorporados a nuestra forma de sobrevivir.
No le hago preguntas a la mujer joven que enciende un cigarrillo y dice [i]¿smoke?[/i] mientras me enseña la cajetilla abierta y estrujada por horas de tensa mala vida. Niego con la cabeza y en silencio.
Ella, en cambio, se interesa por todos mis tatuajes. Los estudia como se estudia un libro en otra lengua, arrastrando por ellos los ojos y los dedos y haciéndome preguntas que apenas le respondo. Yo conozco su especie, pero ella no conoce la mía. Esa es la diferencia entre nosotros de la que aún parece no haberse percatado.
Insiste en conversar con mi mudez. Pregunta tonterías que en contexto responden a las premisas de un interrogatorio, pero que aquí, en esta cama bulliciosa y escueta, pasan a ser el diálogo casual de dos desconocidos que in-tentan no sentirse tan ajenos ni solos en un país extranjero y hostil.
Quiere saber qué hago, dónde vivo, si los hombres con los que hablaba cuando ella se zambulló en la escena son mis amigos, y algún que otro detalle que debe averiguar y no averigua porque yo solamente le hago gestos que no responden nada.
Cuando la vi me gustaron sus piernas. Ahora descubrí que tiene lindos pies. Los senos son demasiado pequeños, como dos puñaditos erectos que apenas curvaban su blusa liviana en un inaparente rasgo femenino cuando giré los ojos y la advertí en el café, con un libro en la mano que no me explico de dónde sacó (aunque ellos se las ingenian hasta para conseguir un libro de edición agotada que sirva de señuelo a su propio escritor) y con sus ojos de un azul sajón, fijos en mí.
David me deslizó: “Hay una de los otros que te mira”. A lo que Said agregó: “Le tiene en la mira, di mejor.”
Yo lo supe en cuanto vi el libro. Esa era la excusa para hacerse conmigo e instalarse a mi lado, tal como ahora yo estoy instalado en su cama pequeña y odorífica, de melancólica hembra sola, intentando no resultar ni descortés, ya que se prestó al sexo, ni alerta, para que no alce la guardia ella también porque intuya que advertí la trampa, aunque creo que sabe que yo sé pero se hace la tonta tal como le enseñaron.
Deben haberle dicho que yo solamente reacciono si me obligan a reaccionar. Si no me obligan, prefiero mantenerme en actitud agazapada, de pacífica espera. Quizás se lo hayan dicho, quizás no. Deberían saberlo, en todo caso y haberla prevenido.
Ella quiere saber por qué no le pregunto –como todos, aclara– si le gustó lo que hicimos, si estuve bien y si está satisfecha.
La miro con abulia y con abulia sonrío, dándole a entender que no me haga preguntas idiotas al tiempo que le respondo justamente eso: No hago preguntas idiotas.
Debe ser el tono en que lo digo lo que le da la pauta de que no me importa como ella se sienta o haya procesado este momento sexual que consumamos. Eso la fastidia, la incomoda y la agrede, porque entiende que su objetivo está incumplido y no adquirió dominio sobre mí, cosa que deben haberle recalcado hasta el tedio y que además la obliga a mantener más tiempo esta relación innecesaria para la vida de ambos, con todo lo que mantenerla implicaría para su heroica y patriótica juventud.
Cuando regreso, David está sentado en mi lugar y sonríe. Parece un muñeco rechoncho y descuidado detrás del escritorio.
Said también sonríe. Sobre su dentadura enorme cae la luz y la vuelve sobredimensionada entre los labios gruesos y caníbales. Said tiene un aspecto feroz y desaliñado, dulcemente animal.
Ninguno de ellos me pregunta nada. Regresamos metódicamente a lo que vinimos a hacer aquí, porque aquí, cada uno sabe lo que tiene que hacer.
Said, solamente, me pone una carpeta entre las manos. En la primera hoja está la fotografía “de legajo” de la mujer que acabo de dejar. Ahora, para mí, ya tiene un nombre, un trabajo y un objetivo definido.
—Es muy básica. Siempre eligen mal. —comento, refiriéndome a aquellos a los que la mujer pertenece.
—Cuídate tú de las básicas. —murmura David— No se nos repita lo de Tánger.
(De: Sensación de moebius)