Acomodó
los ojos a la luz por dentro del espacio de su sombra y se quedó observando la
calleja, torcida, empedrada, tan estrecha como el camino filante de una víbora.
Siempre
había estado solo.
Era
un gato sombrío al que le gustaban los alféizares y ver el mundo desde ese
olor a noche que le embadurnaba con estrellas las garras y los labios.
Expresaba
su soledad como podía.
Por
eso sus historias eran una especie de carta que entregaba a pocos elegidos, a
los que permitía ese intercambio entre el ojo y el alma de lo que el ojo ve.
En
Café Biblios lo habían adoptado como una sensual curiosidad. Ese don de crear o
"recrear" los paisajes del otro sin siquiera hablar con él, resultaba
asombroso y sobrecogedor.
León
no explicaba su arte, porque no conocía la explicación a ella. Y aunque la
hubiera conocido, y pudiera pulsar a su antojo los resortes que lo hacían capaz
de dibujar el alma ajena, tampoco era para él importante aquella facultad.
Le
permitía comer, vestirse y continuar extendiendo sombras sobre luces, como un
intérprete que obligaba a verse a otros en un espejo negro en esfumino.
Había
dejado todo atrás, como para olvidar.
La patria natal le resultaba devoradora y agria.
Sus
amistades creyeron que había emigrado porque buscaba su raíz. Era, para todos,
un habitante de los desarraigos ¿Dónde mejor que allí donde ahora estaba, la
rara dualidad de León podía hallarse resguardada y contenida?
Pero
no había sido así, aunque él nunca dijo sus porqués, ni a sí mismo. Solamente
emigró después del sueño que le marcó el domingo.
Al
lunes siguiente dejó todo. Fue después de describir el "lugar en lo
alto".
Conservaba
aquello de la ciudad amurallada en una carpeta de historias inconclusas.
Había
aparecido, como todos los trazos de sus manos, casi por arte de encantamiento.
Durante
mucho tiempo no supo qué era aquello -como tampoco había sabido, antes de ahora, que había
hablado sobre Jerusalem sin conocerla-.
Sentado
en la ventana, reclinado contra el marco con una pierna siguiendo el filo del
balcón de hierro, la cabeza levemente volcada sobre la hoja de madera y la
quietud de siempre, sus ojos adivinaban dibujos de pasos en el empedrado, pasos
de toda clase, de todos los formatos y tamaños, que se alejaban y que
regresaban.
Desde
que conoció la ciudad, le había escrito muchas cosas. Muchas cartas, pensó. O muchos
mapas de sí misma y no sabía él si de su pasado o de su futuro. Nunca conseguía
saber ese accidente de su don.
Ahora,
él tenía una carta de ella en la que ella lo aceptaba para siempre.
No
necesitaba abrirla, porque todo lo que ella podía decirle, ya él lo había escrito. Lo había anticipado.
El
sobre crujía en el bolsillo, con cada movimiento de la pierna, al buscar una
posición más confortable en el duro reclinatorio en el que León dejaba que la
noche alcanzara los complejos recursos de su interior.
Se
nutría de sombra como si de la sombra pudieran salir todos los tiempos y todos
los espacios, así que se dejaba estar allí, no en blanco sino en negro, como si
pensara sin pensar en nada, solamente absorto en envolverse de la suave
oscuridad de los misterios.
Regresó
los ojos a la mesa, donde el último trago de agua había quedado atrapado en una
larguísima ceniza luminosa igual que el último texto estaba atrapado en el
redondel de luz anémica que desprendía la lámpara de noche.
En
él, un muchacho extendía los brazos a unas manos ancianas y cansadas en una
habitación casi sin luz, al alféizar de cuya ventana acababa de llegar un
cuervo.
(De: Tiendas de desierto - ed. 1989)
Imagen: Album de la tropa