— Ya
comienza a resultar incómodo sacar de nuevo todo eso a la luz. Concordarás
conmigo en que empieza a parecerse a una molestia.
— La luz
le queda lejos a mis interrogantes. A mí me queda lejos la luz.
—
Claro, lo tuyo es vocación por el hollín.
—
El hollín es sucio, deja rastros.
—
¿Estamos hablando de alguna otra cosa?
Son
los únicos en el pequeño bar esa mañana y están ahí, grisáceos, como el
amanecer que los encuentra delante de un té sobrio, acaramelado dentro de una
arquitectura de vidrio transparente.
Están
sentados y solos ante la mesa, también pequeña dentro del bar pequeño, redonda
y de metal, con las patas en tijera, igual que las sillas, también de metal y
con las patas en tijera, como las viejas sillas de los circos cuando todavía
eran baratijas trashumantes y no les había llegado la vocación de Bolshoi.
—
¿Qué le pasó a tu mano?
— Yo
no sabía algunas respuestas…y los que las querían no me creyeron.
—
¿Te duele? Dicen que te queda un dolor duro cuando te amputan así los...
—
Si. Se llama neuritis. A veces me duele más que en el momento en que me
hicieron pedazos los dedos. Pero ya me hice al hábito. Es un dolor más.
La
calle serpenteante y pedrosa está vacía. El domingo completo está vacío, como
si un prolongado toque de queda se hubiese adueñado de las horas tempranas y
del sol lastimoso que demora en trotar por los suburbios que dan de cara al
mar.
Los
hombres no son jóvenes. Conversan con lejanía y se entretienen en la belleza
azul mediterránea desde una balaustrada también azul de cal. Ambos son parcos
de voz y de figura, secos como la sal que trae el viento sobre sus cuerpos
secos, de guerreros de la Magna Grecia. Disfrutan sin placer de la postrimería
del verano como si disfrutaran de la visión de un pañuelo que se aleja, agitado
desde la ventanilla de un tren.
El
verano se va y ellos también se van con el verano, en ese diálogo hecho todo de
inexplicables claves de silencio.
Uno
es dueño del bar en el que están. Se ha recogido el cabello en una coleta
cenicienta y la frente, violenta y despejada, supera, victoriosa, la barrera de
la coronilla. Lleva un bigote al viejo estilo turco y una camisa blanca,
inmaculada, desabotonada sobre un pecho que colecciona huesos y pelambre. Tiene
un aspecto étnico, como de cosa regionalmente absoluta y agresiva.
Su
compañero de la mano mochada tiene el cariz humoso que la nostalgia deposita en
las fotos. Parece una persona que está lejos. Alguien cuya presencia debe
conjugarse en el pasado de todos los idiomas.
—
Y…¿qué haces en África?
El
dueño del bar se ha levantado y mientras pregunta desde dentro del salón hurga
en las estanterías, buscando una bebida más apropiada para las confesiones
privadas que aquel diplomático y aséptico té que compartieron al comenzar la
charla.
—
Lo poco que sé hacer.
—
¿Lo poco?.. Siempre pensé que eras uno de los más completos que teníamos.
El
dueño del bar regresa con dos vasos y una botella de ouzo mientras habla.
— A
pesar de eso, no hay nadie del que no se pueda prescindir si el caso lo
amerita.— dice el de la mano mientras mira caer el chorro de ouzo abriéndose
camino entre los hielos del interior del vaso, bajo la luz estática con que el
día amanece de antiguos desfalcos e imprudencias.
—
No he oído que la balanza esté en tu contra. Diría que más bien a tu favor. Las
escalas cambian.
El
dueño del bar vuelve a reclinar su espalda contra el respaldar metálico de la
silla que ocupa y mientras habla parece que en vez de a su compañero, sus
palabras hablaran con el mar.
—
Hay escalas que no.— escucha.
—
Esta si.
Lo afirma con salubridad y su mano que no
sostiene el vaso da una palmada sobre la mano inválida del otro, como si
intentara atrapar un ave joven que no aprende a volar.
—
¿Qué sabrás que no sé y te atemoriza?— pregunta como un padre. No sonríe.
Solamente pregunta. Vuelve a palmear la mano que ahora, inmóvil bajo el dominio
de la suya, se le antoja un pájaro al que su palmada ha aturdido.
—
Yo diría “qué cosa no sabes y yo tampoco sé”.
—
Pero viniste a mí por lo que sé…no por lo que no sé.— replica el dueño del bar.
Suelta la mano trunca y bebe, densamente, como si poblara su boca con ciudades
de ouzo.
— Al
fin, ya ves… me he desterrado solo. Y no quiero volver. Elegí mi destino. No
voy a cambiar de parecer. Hice mis elecciones y dejé todo aquello atrás. No voy
a volver sobre mis pasos. Definitivamente, no pienso volver sobre mis pasos.
Sobre
ambos regresa un silencio hecho de azul en el que permanecen un buen rato. Sólo
beben, alejando los ojos hacia el mar y recibiendo la invitación para las velas
que les propone el viento.
(De: La pasión triste)