Estoy
frente al espejo.
"Al
final uno es un tipo roto que aprendió a coser y se zurce tan bien que parece
un modelito de alta costura, prolijísimo y perfecto, cuando camina entre los
otros que están igual de rotos, pero no aprendieron a remendar las llagas
pegándoles encima papelitos brillantes.
Uno
no es otra cosa que sus consecuencias. No se puede andar haciendo de uno y
pensar que no genera consecuencias su accionar. Sabe fehacientemente que es un
generador de consecuencias contra o hacia sí mismo. También en favor de los demás,
esos otros oportunamente favorecidos, pero a la hora de la cuenta, esos no
cuentan. Es uno contra – o con – su propio ensombrecimiento. Toda sombra se
paga y se apaga entre las sombras. Toda sombra es una sombra que
indefectiblemente queda atrapada en la oscuridad de la que forma parte."
Es
inexorable que si viene a mí, suelte un sermón que nos haga diferentes el uno
para el otro. Él es siempre el que está al cabo de la calle y yo, el que todo
lo ignora y está obligado –en momentos de extrema debilidad– a comerciar con la
agnóstica parte de su fuerza que nos mantiene a los dos a salvo.
Me
mira con esa purulencia socarrona que nace de sus ojos y se desparrama como un
charco negro, embreado, por sobre todo lo que nos vemos obligados –o lo obligo–
a compartir. Sé que no quiere explicaciones porque jamás las precisa, pero
igual siento la obligación o la compulsión por el murmullo con el que
torpemente me justifico.
—Te
llamé porque ella me preguntó qué cómo estaba y entonces le dije la verdad.
—¿Qué
no sabés cómo vivir sin mí?– investiga, ecuánime.
—Sobrevivir…es
más apropiado.– lo corrijo y él tuerce la boca acidulada, parca, férrea.
—Si
te quiere…me tiene que aguantar.– susurra, plañidero, con esos gestos que casi
no son gestos sino paréntesis que vibran dentro de una espacialidad mínima– Vos
sos apenas un corderito triste.
Acepto
que me ofenda. No sería él si no me agrediera con su poder de no combustionar
en los incendios y de no deshacerse en la metralla.
Cuando
debemos separarnos me protege. Ya desdoblados, él es, de los dos, quién está
capacitado para vencer al miedo y al dolor. Dice siempre que es su deporte ese
de probarse en resistencias inimaginables. Si las papas queman, las retira del
aceite con las manos desnudas y disfruta con una sonrisa de las llagas que eso
le produce en esas manos con las que no ha aprendido a acariciar. Cuando las
papas queman me aparta, me confina a un rincón, como a un fisgón o un trasto.
Sé
que disfruta de tenerme lejos en esas circunstancias y de que pueda ver como él
resiste. Estoy seguro que le produce orgasmos que yo vea lo que no puedo ser
porque él lo es.
—Los
buenos mueren.– dice, haciendo alusión al tema musical que estoy escuchando– Si
no te importa, no me voy a afeitar.
(De: La pasión triste)