Lo
primero que llegó a mi mente cuando me llamaron a aquella oficina especial que
yo conocía tan bien fue: “¿qué habré dicho?¿qué idiotez me habré mandado?¿qué
estupidez cuestionadora salió esta vez de mi boca que amerite una tirada de los
mismos cojones que me impiden callar mis opiniones?
Todos
alrededor de mí se preocuparon. Hace mucho tiempo que no tengo “problemas con
la autoridad” como reza en muchas ocasiones mi foja de servicios.
Me
dispuse a plantar bandera –porque no sé hacer las cosas de otro modo– y a
sostener hasta el final cualquier opinión vertida, como siempre. Retractarme de
las cosas en las que creo no está entre mis defectos.
La
conversación fue amable, sobre un tema que descolocó por completo mi actitud de
resistencia belicista frente al sermón para el que me había predispuesto y
culminó con un ¿Dígame, coronel, conserva todavía amigos por allí?
Yo
pensé que aquellos a los que llamo amigos y me han llamado amigo, lo son para
toda la vida, así que lo afirmé: “Mis amigos son para toda la vida, así que sí,
tengo amigos allí.”
—Excelente,
entonces.
He
regresado a este lugar como los sonidos de una canción regresan a la garganta
de una mujer a la que se le ha prohibido el canto. Estoy un poco obsesionado
con esto y sé que me estoy repitiendo con el asunto del Pueblo Prohibido y que
quizás debiera buscar otros ejemplos para explicar un despropósito
inconmensurable pero en las cosas simples la verdad tiene la condición de lo
absoluto.
Mi
fortaleza se resquebraja y siento como mi espíritu se craquela igual que la
visión en mis ojos, llenos de lágrimas, detrás de las lentes del prismático. Giro la cabeza con la lentitud de una cámara
que se detiene en el registro impasible de todos los detalles y cosa rara en mí,
digo: Dios mío…Dios mío…Dios mío…
Dios
siempre empieza en alguna parte para los hombres como yo, que han perdido la
fe. Cuando nada puede ser explicado por la razón, comienza Dios, porque ya no
queda ningún otro refugio para mantenerse cuerdo y se toman medidas desesperadas,
como decir Dios mío…
El
humo y las lágrimas se mezclan a la transpiración que envuelve al miedo y esa
combustión de adrenalina que martilla en las sienes.
Nos llega por el aire ese hedor profundo que desprenden
los muertos y se pega a nosotros, igual que una plegaria que se ha quedado a medias.
Uno
se contiene, se afirma en alguna parte de sí mismo que para protegerse huye de
allí. Se contiene mientras respira esa plegaria hecha de cuerpos muertos que desprenden
olor y que están ahí, participantes de la película gore en que la vida se hace
pedazos sin remedio sobre este escenario incomprensible. Uno se contiene por el
asunto del rol du fisic.
Mira
alrededor y solamente ve cadáveres en una fila interminable de cadáveres, como
si en esa película sangrienta en la que participa, la producción tuviera mucho
dinero y consiguiera pagar cientos de extras, al mejor estilo de las megaproducciones
de Hollywood, aquellas “de romanos”. Pienso por un momento que a la orden de “corten”,
los niños sin cabeza se levantarán y volverán a sus casas, a sus madres, a sus
escuelas. También pienso que una película así hasta puede ganar en el Festival
de Cannes o por semejante despliegue de producción veraz, hasta puede llevarse
un Óscar a la mejor puesta en escena.
He
visto tanto, que por fin reacciono. Reacciono como un gesto automático que me
provee la experiencia de haber aprendido a mirar con terror a los hombres, porque
los hombres son capaces de todo con una inconsciencia que no conoce límites. Además,
incitar al odio y a matar, libera los instintos reprimidos y crea conciencia de
un poder que emborracha a aquel que lo posee. Hablo porque lo sé.
Es
lo que se ve aquí. Otra masacre que engrosa la larga historia de masacres
iguales que jamás ni la barbarie ni la civilización han detenido: Las masacres
en el nombre de Dios como justificación de todas las masacres.
Ya
no creo que Dios sea esperanza.
Mi
compañero peshmerga afirma encima de mi hombro su mano trajinada y me da algunas
palmaditas. En otros tiempos, yo hacía exactamente lo mismo encima de su hombro
que entonces era joven, más joven que el mío, para detenerle el temblor.
No
me pregunta qué me pasa.
Mientras
veníamos hacia aquí le dije que estoy envejeciendo por adentro y él me contestó
que el “envejeciendo” le sonó como suena “muriendo” y agregó: “Esta vida termina
por matar”.
—Vamos,
Ariê…–dice mi compañero–Es peligroso quedarse más tiempo aquí.
Vuelvo
a pensar que quizás los niños sin cabeza, a la orden de “corten” se levantarán
y regresarán a sus casas, a sus madres, a sus juegos.
Hace
mucho calor. Estamos lejos. Ni siquiera podemos enterrarlos. Quizás sea mejor
dejarlos así, como dice mi compañero mientras regresamos al vehículo.
(Segundo diario del Kurdistán)