A veces
los domingos aparecen nublados como esos rincones de los que Idân nunca se
decide a quitar el polvo suficiente como para descubrir qué hay debajo.
Aparecen
nublados, vaporosos, como un caserío bajo una tormenta de arena muy fina, hecha
de mucho tiempo.
Los
domingos nublados son idénticos a los rincones de Idân que están establecidos
en ámbitos por los que no camina a diario, pero que bordean, como los
precipicios al faldeo, todas las regiones de su vida. Para morir, sólo es
cuestión de acercarse hacia ellos y dejarse caer.
Para Idân,
el amor es como un vasto hecho sin memoria, que siempre les sucede a otros.
Algo que se termina o caduca y hay que desechar sin remordimientos. La gente
solo acampa en él un rato y hace picnic. Luego, cuando se van, quedan las sobras
como un manifiesto que se transforma en mugre.
En Idân
habita un filósofo triste, una especie de animal sencillo que rumia higiénica y
obstinadamente un malezal. El sufrimiento ya no lo cohíbe. Se anima a él con
mansedumbre de vaca vieja a la que no espera más que una obligada muerte frigorífica.
Está
enfermo, cansado, descompuesto igual que un mecanismo.
Sin
embargo, tiene también esos momentos ácidos en los que aún trabado, funciona.
Se destraba y funciona, por deber. Las piezas de su energía rota se violentan
contra la inacción. Entonces crujen y la máquina arranca como un grito metálico
e inconmensurable, un toque de rebato sobre la acústica oquedad del alma.
Cuando
la máquina de Idân arranca, los otros retroceden. No buscan refugio. Sólo
retroceden, dan un paso hacia atrás como empujados por un vigor de metales y
aceites de cuyos roces brotan chispas. Algo tiene su jefe de bulldozer cuando
le sale el animal de hierro y por eso los otros retroceden y lo miran actuar y
lo dejan actuar.
En los
domingos nublados, es una fiera flaca de ojos tristes. Nadie sabe que llora
cuando habla con sus nietos como quizás su abuelo también lloraba al recibir
sus cartas y nunca se lo dijo.
Los
metales no lloran, piensa Idân, se funden, simplemente.