Repaso en mí esta alta sensación de integridad. Es como un
globo de feria rojo y tenso que afecta entre mis sienes la vocación nivosa de mi
vida.
En el aire habita la inhóspita transparencia del presagio
pero yo considero que me he habituado al presagio y al aire en el que acampa.
A veces me siento un extranjero de la velocidad con la que
nunca nos ocurre el tiempo de estar bien. Estamos en estos largos momentos de
las palmas de las manos solas, astillados de una lentitud grávida, carenados y
tristes esqueletos de una navegación ajena al mar y cercana a las águilas.
Siempre ocurre después de la desgracia que el mundo se enlentezca de
misericordia paradójica.
Puedo pensar en sal y estar desarrapado ante la luz que
conquista los gestos en la vida y se acuartela decidida dentro de esta garganta sin
milagros ni súplicas. Callo igualmente aquello que sé y lo que no sé.
Hago lo que tengo que hacer con el entrenamiento de mis
manos y la obediencia parda de mi lengua. Es mi deber. Por él estoy aquí.
Espero, sin embargo, en son de piedra, que ocurran las
hazañas de uñas melancólicas y que los hombres y los niños canten como si un
potaje de la vida del mundo tuviera a bien llenar el eterno vacío de sus
ansias. Pero eso nunca ocurre. Apenas nos ocurre la calma o el desastre, como
si la baraja de este pequeño espacio implicara tan sólo esas dos cartas. Estamos
obligados a jugarlas con los ojos puestos en la frontera donde se han detenido
sin visa los milagros.
Si giro los ojos, sólo veo una desorientada vastedad donde
hasta las madres han entregado el rostro de sus hijos. Las imagino en sus casas
de ausencia, huyendo de sus ojos en todos los espejos por no mirar las lágrimas
ni el habitable espanto en que la rebelión acabó por convertirlas.
Escribo casi al tacto un diario torpe en un cuaderno sucio, mientras
espero que terminen mis hombres de enterrar a los muertos y que caiga la tarde
una vez más.
(De: Ius soli)