Una
resaca vidriosa le tiene embarulladas las ideas y sin ángeles las manos.
La
sensación es grotesca, viscosa, como si las neuronas hubieran engordado
repentinamente, empujándose hasta el punto de obstaculizar las sinapsis. Las
ideas se le antojan atrapadas en un embotellamiento de tránsito, sin poder
circular desde el pensamiento hasta los labios sobre los que conserva una sensación
de paja seca que se extiende a la lengua.
En el
enorme mareo danza el mundo.
Seguramente,
en vez de dormir se ha desmayado y por eso se recupera así, en ese estado de
muñeco desaliñado y tosco, despatarrado con incomodidad sobre el suelo igual
que el resultado de un tropiezo.
Abre los
ojos a esa sensación hostilmente amorfa en que su cuerpo huele a queso rancio y
trata de entender su alrededor. Pero está solo. Echado encima de su propia
desidia, está y se siente solo, como un menesteroso o como un refugiado que
llega el último a las carpas de hule y tiene que acampar a la intemperie, lejos
de los demás, fuera del mundo de todos los demás.
El
zumbido de la vida le roza estrepitosamente los oídos, pero la sensación de sí
mismo es vulnerable.
En esa
soledad mutilada, sabe cuánto ha llorado la noche anterior y cuánto ha
blasfemado contra los dioses muertos y de tanto sollozo y de tanta maldición,
la garganta le duele como un tajo que sangra hilos de hiel.
Todo se
ha vuelto ácido en su boca acostumbrada al vómito.
Se
incorpora con dificultad ebria y el mareo le revuelve la náusea y le clava
colmillos en las sienes, lo mismo que la fiebre.
Con paso
paquidérmico intenta encarar el mundo que da vueltas y que chorrea cántaros
pringosos por su rostro enjutamente seco. Suda toda su fuerza de voluntad un
espesor selvático en que conviven los vivos con los muertos mientras cantan los
pájaros que luego del combate retornan del espanto hasta sus ramas.
En el
campamento todos duermen aún envueltos en un hálito disfónico.
Orina
como puede, sujetándose a un árbol como un mico que juega. Vomita una vez más,
como si todo su interior se disgregara expulsando rotos trozos del alma que se
le pudre adentro, atacada también por los secretos resortes de la enfermedad.
—Ahora
no…puto virus de mierda…– se enfurece– Tengo mucho que hacer.
Tiene un
recuerdo vago de la noche como si entredormido hubiera presenciado una película
bélica en 3D que no quiso mirar.
En la
película moría mucha gente que había ido de compras al mercado. En las películas
de guerras siempre muere mucha gente que va de compras al mercado. Por un
momento piensa en Bagdad o en otros sitios con mercados donde muere la gente
que está haciendo las compras.
La voz
lo sorprende abstraído en el charco de los vómitos.
Oye la
voz como si él no estuviera allí, sólo la voz y el vómito que la tierra termina
por beberse.
Habla
con la voz por la frecuencia de radio pero aún no está allí. Después de oír la
orden da la suya a esa tribu dormida que regresa despacio a la conciencia.
—Vamos
por ellos, señores…Están a dos kilómetros…Esta vez no se van a salvar.
Una jauría de hombres sale de cacería bajo el sol.