“Como un pájaro inhábil que tiene un ojo inhábil y unas plumas inhábiles que el aire no sostiene, el sonido se esfuma y arde el viento hecho de hierro y aire, hecho de polvo y aire. Hay un colapso parecido a un trueno y a otro trueno.Debajo de los ojos, un hormiguero humano se desarma de manera frenética y sólo se ve gente que corre. Muchos niños que corren y disparan. Muchos niños que corren. Muchos niños, mientras el helicóptero se abate sobre todos con el encaje de su artillería, como si un ave inhábil les cazara las sombras en que se han convertido a pesar de la luz.Quedamos encajados en su miedo, del mismo modo en que el pico de un águila se encaja entre las vísceras de la presa que, desde su vuelo inhábil, ha elegido.”
Escoltarlos
resulta azaroso a través de un camino hecho de contingencias pero ellos van
estoicos, aceptando las sacudidas que produce el paisaje sobre sus esqueletos.
Tratan de parecer afables y dispuestos salvadores de un mundo que ya no reconoce
a sus apóstoles pero ellos van así, casi apostólicos como estatuas de santos
que decidieron poblar una iglesia en la que sólo hay polvo y derrumbe.
Cuando
llegó la comunicación solicitando apoyo al personal de la Delegación –porque es
la más cercana, se aclaraba– Neimann
leyó aquella cuestión como un trozo bíblico.
—Otra vez
llevar un tour de santos.– dijo su fastidio retórico y luego de decirlo,
Neimann se abocó al jazz calzándose
mejor los auriculares que había conseguido por la mañana en el mercado negro.
Mientras
hacía eso, le pasó el fax a la mano extendida de Lahyani que también leyó la
solicitud y luego la abandonó a merced del aire cálido que recorría la oficina,
empujado por el ventilador.
—Responda
que estamos en posición de tomar la comisión, Officer Hanver. Que nos envíen
los datos a ver si es factible.–ordenó, devolviendo el fax a manos de Paloma,
sin mirarla.
A ciertas
horas, los Líderes compartían con ella la oficina. Para hacerla habitable,
habían acabado volteando un muro y uniendo la original pequeña a otra
igualmente pequeña, pero que en la sumatoria creaba un espacio de convivencia
donde nadie estorbaba.
Allí, con
el mobiliario corrupto recolectado o hurtado al abandono, se habían dispuesto
escritorios y archiveros, el panel de informática y todo lo que
administrativamente cupiera para que la Delegación funcionara dentro de
parámetros lógicos.
Pese a
compartir el espacio y el aire del ventilador que desordenaba de vez en vez los
papeles, Lahyani no hablaba con Paloma.
Ella lo
veía encerrarse en su mundo como un animal que busca la profundidad siniestra
de una cueva para estar a resguardo de cazadores hipotéticos.
Esa le
parecía la actitud del Comandante cuando se aislaba en su PC (suya de él y de
nadie más en la oficina) y desaparecía del plano de las cosas tangibles.
Paloma
estaba segura de que el hombre escribía aquellas prosas que ella leía luego,
una vez impresas y abandonadas en un cajón sin llave, como si ambos hubieran
optado por hacer de los cuentos un idioma.
Ella lo
imitaba. Le dejaba a la mano sus escritos sobre impresiones varias de esa vida
en común. Sin embargo, no conseguían dialogar más allá de la orden y su
cumplimiento.
Los
camiones avanzan con torpeza y levantan ese polvo rojizo y pegajoso que se
adentra en los poros igual que la tinta de un tatuaje.
Avanzan
con una dificultad hecha de riesgos y se sacuden junto con su carga, igual que
si temblaran de pavor.
Los cuatro
cooperantes se sacuden igual que los camiones. Van fijos en los bancos,
sudorosos y serios, con la cara tiznada de buenos sentimientos humanos.
Van como
ángeles místicos, solemnes. Van a rescatar niños soldados que consiguieron
localizar luego de innumerables historias desastrosas. Pero ellos no perdieron
la fe. Son cooperantes. Los cooperantes nunca pierden la fe. Pierden la vida
pero no la fe.
Los
hombres que los acompañan tienen otra actitud. Van mudos como gárgolas. Mudos y
uniformados como gárgolas que vigilaran una ciudad de monstruos.
Hay
territorios en los que todo se negocia y esas operaciones casi locas, que
arrancan a los niños como plantas una vez y otra vez arrancadas de distintos
plantíos, a veces salen bien y a veces salen mal, porque los niños valen mucho
para los oficios de la esclavitud.
Un niño
cotiza mucho más que un hombre en una mina de coltan, porque al ser más
pequeño, puede arrastrarse mejor a ras de tierra y extraer mejor el mineral que
tiene nombres de cuestor romano: colombio y tantalio.
“Pero
esas cosas las sabemos sólo los que hacemos estas cosas aquí”, piensa Lahyani, que ya habitó cabinas como
aquella en que viaja escuchando bossa porque Apolineo, el chofer, es un
brasilero musicalmente patriota.
No le
disgusta la bossa, “quizás va con el clima”, piensa, mientras, adelante,
el camino es una maraña de curvas sin cultura que parece una trampa para monos.
—Nosotros
hacemos las cosas.– le había explicado con anterioridad al cooperante que le
preguntó si había apoyo aéreo– Eso no existe acá. Nosotros somos el apoyo.
Luego,
todo es camino a pie hasta conseguir las posiciones que permitan efectivizar el
rescate de esos 40 niños sin familia y que ya están militarmente acorralados por
una vida apátrida.
Han
buscado refugio en aquel hueco. Separados de la milicia general a la que
pertenecen, son otros refugiados dentro de una isla verde e intemperante como
un mar. Son otros refugiados que huyen de sus propias huidas y tratan de
mantenerse juntos como un pecio.
Los
hombres que vienen por ellos los rodean, los estudian, los pesan en sus mentes
por el poder de fuego que las manos de tantos niños sostienen como un cabo de
vida.
“Esos
niños están repletos de ira como los cooperantes de buenas intenciones”, piensa Lahyani mientras sus hombres establecen con
sigilo el perímetro.
“Muchas
de estas operaciones requieren papeleo”, piensa también, mientras huele el agua de colonia con la que el jefe de
los cooperantes tapa ese hedor extraño que da la adrenalina en el sudor.
“Los
niños con fusiles se han quedado sin parque y se han rendido a la mano que
viene a rescatarlos”, dijo en algún momento el líder de los cooperantes, en un exceso de
intenciones poéticas.
Por eso
están allí. Porque los niños de cerebros lavados y manos con fusiles, están
acorralados en un hueco y lejos de sus líderes. “No porque aún recuerden
que son niños”, piensa también Lahyani cuando decide avanzar sobre aquel
campamento desnutrido del que avisó un contingente médico que iba hacia otro
lado y que no se detuvo.
De
repente el sonido rompe el aire y todos levantan las cabezas.
Es un
ruido que conocen bien. Un ruido de creciente que se hace ruido antes que
visión y luego surge, casi con una violencia indominable.
—Alguien
habló de más.– protesta Bezdin por su micrófono cuando escucha el “¡run, run!”,
que aúlla el Comandante y el pecio que flotaba se deshace en una brusca
estampida hecha de niños que huyen y saltan perseguidos por la metralla de los
helicópteros.
Los cooperantes
miran sin creer lo que ven.
—Alguien
habló de más.– repite Bezdin y empequeñecido sobre el suelo, decide esperar,
como los otros, que acabe por amainar el polvo.
Oye por
su auricular que Lahyani le dice al cooperante: “Cuando termine el ejército,
levantamos a los sobrevivientes. Otra cosa no se puede hacer. Ellos están en guerra
y la guerra es así”.
(De: El pájaro de seda)