Zayda tiene una piel prolija, de aceituna violenta, hecha de pulpas maduras que han oscurecido bajo la precisión del calor.Es delgada, como desglasada. El pelo undoso le nimba el gesto altivo y es negro y grueso como una corona de raíces tortuosas que relumbran.
Zayda, en los labios, lleva una blasfemia.
La teniente es una de esas aves raras que crecen del estigma y se hacen fuertes porque tienen garras poderosas y hábiles y picos hechos para despedazar.
Sus ojos despedazan sin que tenga que hablar para justificarse. Sencillamente, sus ojos despedazan con silenciosa vocación de hacha.
Se nos unió con tres más que, tal como hizo ella, sobrevivieron hasta que llegamos a sacarlos del lío en el que estaban.
Hay muchos grupos distintos por aquí, a cuál más peligroso y respondiendo a intereses varios, que también son muchos y distintos y además contrapuestos entre sí.
Las milicias deshicieron el de Zayda y nosotros hallamos sus restos vivientes, casi por casualidad, así que nos siguieron hasta un lugar seguro en el que reordenarse o rehacerse. Mientras tanto, engrosan nuestro plantel de por sí ya diverso.
Según nos comentó la teniente Zayda, ella es experta en demoliciones. Le gustan los detonadores y los explosivos y habla con soltura de como colocar cada dispositivo, de la misma manera en que otras mujeres hablan de sus hijos.
Es a su modo bella, llena de matices como un juego de acertijos de pólvora.
Joven, prieta, salvaje. Una decisión hembra que camina con un tumbao dócil y expresivo que muta hacia el zarpazo si alguien se propasa.
Bebemos vino de palma y una especie de whisky regional de sabor pajoso y áspero, mientras ella explica algo del objetivo que quedó a medio hacer porque su grupo fue emboscado antes.
Dogu le cuenta que nos pasó igual hace unas semanas.
En el tugurio donde recalamos después de la incursión, la luz escasea y se vuelve vapor que va habitando todo.
Ella y yo nos dejamos habitar por esa niebla los ojos y el descanso.
Mis camaradas hablan mucho y Zayda contesta con una brevedad tensa. Parece que dictara veredictos.
Sobre el mapa que el alemán extiende a la luz vaporosa de las lámparas, los dedos de la teniente Zayda marcan diversas cosas. Habla y marca. Marca y habla. Explica parcialmente el territorio. Se queja del error de información. Dice que todos los oídos traicionan. Luego regresa mansamente al vapor en la mirada y al jarro con el vino, reclinándose, sedosamente calma, en la banca que ocupa.
Sus ojos dibujan encima de los míos. Pasan por mi mirada como nubes que dejaran lunas negras en el fondo de mi oscuridad.
Conmigo habla en swahili mientras bebe, como si hubiera decidido dejar al resto afuera y sólo los atiende cuando tienen preguntas que puede contestar.
Yo no soy locuaz.
De vez en vez respondo en un swahili estrecho, solamente para conformarle la sonrisa de dientes afilados que esboza tras el sorbo de vino en que la oculta.
Truena un mundo exterior lleno de agua como en mi mente truenan los disparos cuando me levanto y salgo a esa nocturnidad verde y charcosa.
Pienso en mis propias guerras mientras la lluvia va mojando este cuerpo gomoso de muñeco que todo lo resiste.
Camino por el barro bajo el diluvio intenso y asfixiante como una calentura que no termino nunca de sudar y abro la boca como si gritara un grito que no sale.
El agua me interrumpe la saliva y me lame los ojos. Me golpea, me bebe y me la bebo mientras la noche llora sobre mí.
El sonido me alerta y Zayda solo ve la voz del arma que casi se le incrusta entre las cejas.
—¿No vas a dispararme, coronel?¿O sí?– pregunta y su brazo se eleva y separa mi acto de apuntar con un gesto casi en cámara lenta.
Enfundo y ella es una tensa flor de coltan que se empapa a mi par.
—Yo he matado por menos.– dice, con su inglés monocorde y su mirada fija en un punto vacío que está lejos– Si te sirve de algo, estaba ahí y sé que no tuviste más opciones… Yo también reacciono de la misma manera. No me gusta matar…pero lo hago.
Ahora, sus ojos de nuevo dibujan de mis ojos lunas negras.
—Vamos a distendernos tú y yo...–dice confiada cuando acaricia el agua que chorrea desde el mentón encima de mi pecho.
Yo pienso que a esa estatua de guerra, que a esa bala hembra corazón de tungsteno debo llevarle más de treinta años y miro hacia mis hombres, un ato vigoroso de animales al mismo tiempo tan feroces y jóvenes como la espesa mujer que me acaricia.
Como si me leyera el pensamiento al morderme la oreja me susurra:
—¿Para qué puede querer gatos una leona cuando ha olido a un león en la sabana?
No me siento un león, pero sonrío en esta envoltura de agua jubilosa en la que todas las tentaciones son posibles.
Inagen: Lion prince by Buyucu Cocuc