Ven a mí, animal
descoyuntado,
ven
con tu lengua rota
y tu saliva de filante
acidez
y tus viejos
escrúpulos que convulsivan
hartos de los
placebos.
Ven a mí, animal a
pedazos
rajado como el búcaro
del poema
y desaguado con
desorden
igual que un desván antes
de una mudanza
ocupado con las cosas
más púdicas
ahora ofrecidas en una
venta de garaje.
Acércate a todos mis
cuchillos de acariciar.
Acércate a todos mis
dientes de despedazar.
Acércate a tu muerte
pasivo
ovejuno
flácido como un guante
de cirujano
sin la mano que opera
untado en tantas
sangres
que nacen ADNs de
monstruos
de tus dedos en acto
de silencio.
Acércate como los
niños felices
y las amantes calientes
y las madres que
corren hacia sus hijos muertos.
Se imprudente una vez
y dejate vivir como
una planta arrancada
Ápice de lamed.
Curva de tzadi.
Pregunta de guimel.
Y todo este equipaje de mi boca
llegando desde el puerto de los muertos
con un arma de ángeles y pinos.
Nieva sobre la piel del resquemor
una paz de ladrillos
un escozor de púa que cimbrea pañuelos rotos
y pechos de pájaros
que se van resecando como todos los pechos
cuando sufren.
Nos alejamos en botes de pescador de algas
y las buenas riberas
son apenas puntos y renglones
de un mapa todo mar donde no hay islas
en que recoger agua.
Un largo mar de espanto que se enciende
como el fuego de un trueno
que la conciencia olvida.
Qué soledad en pie se lleva el rumbo.