Tengo malas costumbres, dicen
los diplomáticos y los que se venden por cuatro denarios. Siempre tengo rota la
reversa por lo cual, no regreso desde mis decisiones.
Así vengan por mí con címbalos
y trompetas, para entronizarme o dedicarme un monumento, ya pasé por mi lápida
y a ese enterrado ahí, le dejé un escupitajo sobre el nombre.
El bronce, además, se me da
pésimo. Uno queda encorsetado y rígido, sin mutabilidad y patinado también de
ese orín verde tan típico de estatua-para-siempre, además de cagado por los
pájaros.
Como soy tan así, tan sin
reversa, podría parecer que el bronce me sentara y que fuéramos, realmente, el
uno para el otro. Pero no.
Tampoco me sientan bien las
traiciones ni las escenitas de culebrón ni la extorsión aplicada encima del
sentimiento humano y llevo espantosamente mal eso de quedar como un idiota.
Si yo mismo me dejo como
idiota, a veces me la aguanto, pero si otro especula conmigo y mis confianzas y
de repente me deja haciendo señas en el medio del mar en el que me metí para
salvarlo y luego entiendo que de suicida tiene menos que yo de religioso y que
todo no fue más que un monótono capricho de su ego, lo elimino.
Sinceramente lo llevo mal, pero
el hecho en sí no me importa. Lo que llevo tan mal es la condición de
desengaño, la cierta y convincente imposibilidad para creer en los gestos amables
que se reafirma en mí como una enfermedad que recidiva.
Trato de curarme y otra vez aparece
la peste. Eso lo llevo mal. Esa reafirmación constante de que no existe el
prójimo ni siquiera, para las cosas mínimas o las entregas mínimas y que no bastan
los platillos ni los címbalos, cuando no están los gestos. Es apenas una cháchara
de chanchos en el fondo lodoso de un chiquero.
Cuando me siento así, vuelto un
idiota útil como tantos y ahí, en ese papel que otro me impone (y que como buen
idiota yo protagonizo), me siento así de incómodo, se me aplica el cuento de El
pastorcito y el lobo. Y yo estaré sin dudar
entre los lobos.
En eso, mi compañera y yo nos parecemos,
cuando decidimos matar sin decir nada.
Nos miramos a los ojos, sonreímos
cómplices y cerramos el libro del afecto con un movimiento de silencio.
Ambos sabemos, de tanto conocernos,
que no vamos a volver a leer ese capítulo ni aunque el autor lo reescriba veinte
veces.
Un muerto para nosotros es un muerto
y un verdadero muerto, ocurre adentro de nuestro corazón.