Acomodó los ojos a la luz por dentro del espacio de su sombra y se quedó observando la calleja, torcida, empedrada, tan estrecha como el camino filante de una víbora.
Siempre había estado solo.
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Expresaba su soledad como podía.
Por eso sus dibujos eran una especie de carta que entregaba a pocos elegidos, a los que permitía ese intercambio entre el ojo y el alma de lo que el ojo ve.
En Il Modigliani, Ada lo había adoptado como una sensual curiosidad, que despertaba la expectación de los turistas y la ansiedad de muchos estudiantes.
Ese don de crear o "recrear" los paisajes del otro sin siquiera hablar con él, resultaba asombrosa y sobrecogedora.
Teo no explicaba su arte, porque no conocía la explicación a ella. Y aunque la hubiera conocido, y pudiera pulsar a su antojo los resortes que lo hacían un mago capaz de dibujar el alma ajena, tampoco era para él importante aquella facultad.
Le permitía comer, vestirse y continuar extendiendo sombras sobre luces, como un intérprete que obligaba a verse a otros en un espejo negro en esfumino.
Había dejado Roma atrás, como para olvidarla.
La ciudad le resultaba devoradora y agria.
Sus amistades creyeron que había emigrado a Firenze por el arte ¿Dónde mejor que en Firenze, la rara cualidad de Teo podía estar resguardada y contenida?
Pero no había sido así, aunque él nunca dijo sus porqués, ni a si mismo.
Una noche dibujó una muchacha que levantaba un papel desde el suelo, frente a una catedral.
É il Duomo di Santa María di Fiore, le señaló Vito, en Firenze.
Al lunes siguiente, Teo dejó Roma.
Fue después de dibujar el "lugar en lo alto".
Conservaba aquel dibujo de la ciudad amurallada en una carpeta de bocetos.
Había aparecido como todos los trazos de sus manos, casi por arte de encantamiento.
Durante mucho tiempo no supo que era aquello - como tampoco había sabido antes de que Vito lo dijera, que había dibujado sin conocerla la catedral de Firenze-, hasta que la carpeta se desparramó frente al apresurado caminar de una muchacha.
Y ella le dijo: La mía cità...Pitigliano, levantando el boceto como si se iluminara el día con su voz al decirlo, frente al duomo, en Firenze.
Sentado en la ventana, reclinado contra el marco con una pierna siguiendo el filo del balcón de hierro, la cabeza levemente volcada sobre la hoja de madera y la quietud de siempre, sus ojos adivinaban dibujos de pasos en el empedrado, pasos de toda clase, de todos los formatos y tamaños, que se alejaban y que regresaban.
Desde que la conoció le había dibujado muchas cosas, que ella agradecía con una candidez dispersa y ruborosa.
Muchas cartas, pensó. O muchos mapas de ella misma y no sabía él si de su pasado o de su futuro.
Nunca conseguía saber ese accidente de su don.
Renata bajaba los ojos, trataba de complacer su fidelidad en dibujarla con sonrisas y huía, entre cohibida y feliz.
Ahora, él tenía una carta de ella.
No necesitaba abrirla, porque todo lo que ella podía decirle, ya él lo había dibujado.
El sobre crujía en el bolsillo, con cada movimiento de la pierna, al buscar una posición más confortable en el duro reclinatorio en el que Teo dejaba que la noche le alcanzara los complejos recursos de su interior.
Se nutría de sombra como si de la sombra pudieran salir todos los tiempos y todos los espacios, así que se dejaba estar allí, no en blanco sino en negro, como si pensara sin pensar en nada, solamente absorto en envolverse con la suave oscuridad de los misterios.
- Chi sei, Renata...e chi sono io?
Regresó los ojos a la mesa, donde la última colilla del cigarro había quedado atrapada en una larguísima ceniza igual que el último dibujo estaba atrapado en el redondel de luz anémica que desprendía la lámpara de noche.
En el dibujo, una muchacha extendía un ramo de flores silvestres a unas manos ancianas y cansadas, en una habitación casi sin luz, al alféizar de cuya ventana, acababa de llegar un cuervo.
(De: Novelas robadas sin terminar)