Cuando mis actividades terminan, ella ya está esperándome al volante del jeep con el que cruzó desde Etiopía hacia Israel (con más razón puede cruzar una y otra vez la desmilitarizada frontera entre nosotros), en un peregrinaje periodístico que el vehículo soportó airosamente lo mismo que con anterioridad soportó la guerra de Iom Kippur, conducido por mi suegro.
Como es una reliquia familiar, ahí permanece el jeep, casi en calidad de objeto litúrgico.
Junto a otras esposas que pasan a recoger a sus maridos sobre el final del día, ella me espera en la margen opuesta de la calle, con el vehículo en marcha.
No parecemos divorciados. Tenemos el aspecto de una pareja con muchos años de convivencia, que no termina de conocerse bien.
Conversamos, hacemos bromas, cenamos, volvemos a conversar.
Ella, que es periodista, me enseña sus últimos artículos. Yo le cuento tonterías o me quedo en silencio.
Ninguno de los dos es ortodoxo, así que hacemos el amor todas las noches, desde que llego hasta el día en que me voy.
Yo duermo poco y mal. Ella duerme abrazada a mí, serena y envidiable.
Conserva intacto ese aire a Uma Thurman de los años felices, con sus rasgos de pajarito tieso, aire de aristocrático flamenco, impostura longilínea de garza sedosa, iluminada y blanca.
Delgada, irreversible, toda rubia, toda transparente, toda lejos, cuando me mira, sus ojos siempre están muy tristes. Parece que escaparan, que siempre sus ojos escaparan. Pero no de mis ojos; de su alma.
Como todas las noches, despacio acomodo su cabeza encima de la almohada para no despertarla y regreso al sillón del living, donde mi suegra me preparó cuando llegué, la cama para huéspedes.
(De: Hojas de sombra)